sábado, 14 de abril de 2012

El Foso

La mañana fresca estaba con su aire recién hecho mientras yo caminaba con los bolsillos tintineantes de unas monedas para tomar el autobús. Estaba ahí con mis deseos en pedazos, como las hojas que tiré al basurero, echando por la borda mis deseos de ser escritor.


Mientras avanzaba por la carretera, a un costado de autos que corrían con sus caricias de muerte, pensé en lo triste que se podía volver un paisaje antes hermoso una vez que se cambiara la forma de recorrerlo.
Hace unos días yo andaba por esa misma carretera con vista a las montañas metido en mi viejo auto y todo me parecía, si no feliz, al menos normal, de esos días que uno pasa sin saber que vendrán otros más malos.


Y recorría esa calle, rumbo al trabajo, escuchando mi música favorita, saboreando un cigarrillo, tomando café malo pero con buena dosis de cafeína y viendo mi mal rasurada barba por el espejo retrovisor que también me hacía desviar la mirada hacia esas montañas que a las seis de la mañana tienen un color lila, uno tan perfecto y bello que no puede durar más que unos instantes.


Pero ahora con esa misma luz las moles de tiempo no me parecían más que una muestra del enorme fracaso, de estar ahí, caminando en la mañana rumbo a ningún lugar, con los dedos helados y la certeza de que se ha perdido todo sin saber bien por qué.


Y me acordé de un libro, uno de mis favoritos, perdido hace años, llamado “El foso de las serpientes” que jamás he vuelto a ver. Quizá una mejor biblioteca que las estatales pueda tener la historia de Virginia Cunningham.


La señora Cunningham que en espera de llegar a la sala uno, esa que se destinaba como la antesala de la salida, despertaba y estaba más lejos de la posibilidad de ver la calle, viviendo cada vez más traumas en el sitio que presuntamente le devolvería la cordura.


Y pienso en los tratamientos que en los años cuarentas les daban a los locos, metiéndolos en un cuarto con víboras al pensar que si un shock le había hecho perder la razón a alguien una similar se la regresaría.


Me acuerdo de la película del 48, a la que titularon "Nido de víboras" con Olivia de Havilland personificando a Virginia, que en efecto reforzó la teoría que una mujer enferma se ve más triste que un hombre enfermo, porque las mujeres sin arreglarse, dejadas al día, sin cepillarse el pelo, sin lavar su rostro o ponerse labial pero sobre todo, sin retocar su rostro con alegría es la visión más triste que se pueda ver.


En cambio un hombre triste no es un caso tan malo. Un hombre que ha perdido las ganas de escribir, que de pronto tira todo lo que ha escrito, vende el carro, renuncia al trabajo, y está solo porque no hay mujer alguna que aguante semejante fracaso es visto como un miserable más no como alguien deprimido.


Y pienso que es una época de tristes, acaso más tristes que los primeros románticos porque al menos antes había una idea del amor y el desamor pero hoy es su completa ausencia la que nos devasta.


Pienso en que no es suficiente querer ser algo o alguien, porque el ritmo de aprendizaje se ha alterado con la idea de que no se debe fallar. Ahora es aparentar felicidad y belleza, aunque uno se sienta triste es mejor guardarlo porque nadie soporta siquiera estar cerca del agujero negro de la depresión aunque todos lo carguen como una culebra que se esconde bajo la ropa.


Es una mañana fresca y camino con los bolsillos tintineantes sin ideas para escribir, con la idea de que dejaré cada vez más hojas en blanco.